Reflexiones basadas en la obra La Serpiente

¿Dónde estás? A menudo pienso en ti. Te imagino nadando solitaria en tu reino líquido. Permites que entre en él y te busque. Al hacerlo, la frialdad del agua rodea todo mi cuerpo y hace que me estremezca y es entonces cuando tomo la decisión de llenar mis pulmones hasta el límite doloroso y sumergirme. Solo tengo unos pocos minutos, no puedo perder ni un instante. Mis ojos se abren con rotundidad y sondean la pared de la roca que conforma tu hogar. No aguanto más, he de salir a la superficie y volver a llenar mis pulmones. Siento temor; el fondo de la poza es oscuro, es el negro insondable y tú puedes emerger de la profundidad o también puedes aparecer silenciosa por algún recoveco de la roca. Me sumerjo una y otra vez. Inhalo aire insistentemente. A pesar de no desistir no te veo. Presiento tu mirada, tu presencia, tu ser. Pero nunca te encuentro.

Es entonces cuando se confunde en mi mente la realidad con el sueño. Una realidad conformada por los rayos de sol que atraviesan el agua como floretes y se clavan hasta el fondo de la poza, iluminando el abismo. Unos haces de luz que crean reflejos etéreos y sutiles. Bailas con la luz. Ella es la compañera de baile idónea, la que te permite exhibir tu cuerpo flexible y curvo. En realidad, no existes. Soy yo la que te sueña.

Decido dejar de sumergirme intencionadamente. Mi único propósito es que mis pulmones se vacíen de aire, de esta manera me hundiré en tu abismo. Al hacerlo, un florete de luz me atraviesa e ilumina esa oquedad por la que por fin he decidido adentrarme. La falta de oxígeno me oprime el cráneo y el tórax. Cuando abro la boca el agua entra a borbotones en mi cuerpo inundándolo y el silencio de la poza se adueña de mi mente. Es entonces cuando siento tu roce en mis pies, en mis tobillos. Siento cómo te enredas en ellos de manera alterna. Ahora uno, ahora otro, con lentitud. Soy consciente de que ya no bailas con la luz; ahora lo haces conmigo. Te has fijado en mí, por fin he acaparado tu atención.

Tu cuerpo viscoso asciende por el mío. Te enredas entre mis piernas y me obligas a separarlas. Ahora oprimes mi cintura, y sigues en tu ascenso peligroso. Finalmente rodeas mi cuello abrazándolo, sin oprimirlo. Lo sueltas, y empiezas a jugar con mi pelo que en el agua se ha convertido en un paño negro formado de finas hebras. Pero pronto te cansas de el, y es entonces cuando vuelves a mi cuello con la determinación de una asesina. Ahora sí que lo envuelves con contundencia, y mientras tus anillos lo aprietan, tu cabeza de serpiente se pone frente a la mía, y tus ojos pequeños y negros observan mi agonía. Grito tu nombre suplicando que me liberes. El pánico se va apoderando de mí. Veo la certeza de tu maldad en tus pequeños e inexpresivos ojos negros. Observo cómo disfrutas con mi dolor, con mi miedo, y sigues apretando y apretando, oprimiendo, anulando mi voluntad.

Finalmente, cuando me sabes vencida, empiezas a aligerar tu abrazo mortal. Te desprendes totalmente de mí y en la distancia observas tu obra. Veo el orgullo en ti. Es entonces cuando decides devolverme al mundo al que pertenezco. Sin saber por qué junto mis manos, de manera que te enredas en mis muñecas y lentamente tiras de mí hacia la superficie. Me dejas exhausta sobre una roca. La luz ciega mi visión, la piedra se clava en mi piel y el aire, al volver a entrar en mis pulmones, se convierte en finas agujas dolorosas. En entonces cuando por mis oídos empiezan a entrar los sonidos de mi mundo. Cuando el silencio deja de ser real.

Montserrat Gual

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